lunes, 29 de noviembre de 2010

Sentencia nº3

Me gusta la literatura sin nombre, la poesía de autor desconocido, y el porno sólo si es amateur. Hay algo mágico y terrible en lo cotidiano.

sábado, 27 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 9º)

El horador mastica el vacío de su cena, recalentada y fría, como siempre. Nada ha cambiado. Por un momento, al saberse libre, creyó que todo cambiaría en su vida, pero tras una profunda reflexión, concluyó que todo seguía igual. De qué le servía su nueva libertad. Al menos antes podía pensar que el hautor le llevaría cogido de la mano, a lo largo de un hilo argumental, más o menos anudado, a un desenlace, para bien o para mal. Ahora que se sabía libre, comprendía que sus pasos no conducían a ningún sitio, encallado para siempre en esa casa maldita, sin sirena de dulces cantos.


Recogió los platos con desgana y los dejó sobre la pila.


-Mañana será otro día,-mascullaba- otro puto día igual.- el horador debe de estar desesperado, nunca antes le oímos blasfemar.


La verdad le hizo libre, y la libertad, que tanto ansiaba, no hizo nada, no le hizo más feliz, no le hizo más infeliz, no minó las bases de su vida, no implosionaron las estructuras de todo cuanto le rodeaba. La libertad no hizo nada, nada de nada. El mismo vacío de todos los días, la misma tristeza sin tristeza. De la cama a la ventana, de ahí al sofá, y de vuelta a la cama, eso era todo. Realmente, ¿eso era todo? ¿día tras día? Y de vez en cuando salir a jugar con una araña o discutir con un piano.


El batín mostraba sus arrugas, desgastado por el uso, la cara del horador mostraba las suyas, desgastada por el tiempo. La escena del sofá se tornaba patética. El viento arreciaba fuera, ahora no llovía, el silencio guardaba la puerta, centinela de los solitarios. Ningún sonido llegaba a oídos del horador. Su respiración, tranquila a pesar de todo, apenas hacía un ruido perceptible. Caminó hacia la lámpara, que apagó sin rabia, ni un gesto que delatara la tensión, y regresó caminando por la oscuridad a la placenta de su cama. Pronto el amniótico calor que él mismo generara le hará caer en la telaraña fase REM. Le traicionará, por supuesto, sueño tras sueño, con todo aquello que desea.


El viento planta batalla esta noche al centinela del silencio.

jueves, 25 de noviembre de 2010

martes, 23 de noviembre de 2010

domingo, 21 de noviembre de 2010

El oradro horadado (Capítulo 8º)

El horador propone y el autor dispone. O así debiera ser y, al menos, así fue al principio. Así debiera ser, decimos, el flujo de poder en la relación jerárquica entre el autor y su obra. Mas, sin embargo, en un determinado momento el horador decidió, por fin, tomar las riendas de su vida, eludir todo control por nuestra parte, y echarse al monte, ponerse el mundo por montera, romper con lo establecido y tornarse libre.
Todo esto está muy bien, deberíamos incluso aplaudirle por su arrojo, de no ser por el efecto que este extraño caso, nunca visto, está teniendo sobre el autor. Claro, dirán algunos, el pájaro abandona el nido y el progenitor siente el vacío, el maestro extraña a su discípulo y además éste ha deshojado su corona. Envidia, en el fondo el autor siente envidia, sentenciarán lo más quisquillosos y maledicentes.
Sin embargo desconocen las consecuencias reales que los actos del horador tienen en la vida de su autor. Expliquémonos. Resulta que todo acto, pensamiento, palabra u omisión de nuestro amigo el horador tiene su inmediato reflejo en la vida del autor. Toda decisión que el horador toma en su recién adquirida situación de libertad involucra a su creador. Como si el horador fuera viviendo por anticipado, y al hautor no le quedara más remedio que esperar lo inevitable.
Cual nivola invertida, el horador tiene pleno control sobre el hautor. Habría sido digno de ver a don Miguel persiguiendo a su Augusto Pérez por las calles de Salamanca, implorando clemencia, y sensatez en sus actos, al personaje, ante el augurio inevitable de que lo que pasara a éste le sucedería a aquél. Un desastre, la deshonra del gremio, una vergüenza entre los literatos. Un poeta vencido y humillado por su personaje. Como el que fue a por lana y volvió trasquilado. Pues bien, este es el caso que se le presenta en este momento al hautor, un horador que no da muestras de piedad ni perdón ante el creador de todas sus desdichas.  Un hautor al que no le queda más remedio que aceptar el nuevo orden de las cosas, dejarse llevar por su creación, vivir lo que el  horador viva y sufrir lo que él sufra.
 Merecido lo tiene, por cierto.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 7º)



 
El horador  se dispone a hacer la cama. A buenas horas mangas verdes, podrá reprocharle más de uno. No se dan cuenta de lo difícil que ha sido para él este día. Hay gente que no tiene consideración con los que sufren la vacuidad. 
No es lo normal. Cualquier otro día el horador se presta diligente a las tareas cotidianas. Qué remedio le queda, tiene que convencerse a sí mismo, y por ende a los demás, de que no extraña a su criada, perdón, a su asistenta en las labores del hogar, no vayamos a caer en la vulgaridad del término tabú, teniendo recursos eufemísticos de sobra.
El horador no puede permitirse ese lujo. Extrañar a la criada, y vuelta la burra al trigo, de la que cometió el error de enamorarse, sería un nuevo error, el error herrado. Y ya está bien de redundancias. Bastante tiene el horador con aguantar sus horificios, para ahora tener que maniatar sus herrores, a ver quién es el guapo, acomodarlos en el potro y, pata por pata, colocar las herraduras, sin llevarse alguna coz.
 El horador tampoco cree en la lógica matemática que dice que menos por menos es más. Estamos hablando, por supuesto, del caso de los exponentes pares, no vayamos a desvirtuar el álgebra que tantos siglos tardó en establecerse como lógica incuestionable, que, a estas alturas, Boole ya debe de estar revolviéndose en su tumba.
El horador duda, pues, de que un error herrado se convierta en un acierto, de que la nostalgia por María Cobarde, la criada, nada que no hay manera, se convierta en su tabla de salvación. Sin embargo, quizás, la única que le amarre a ser humano. El cabo de esa soga se deshilacha cada día, el puente colgante se tambalea y amenaza con romperse. Gracias a su recuerdo, aunque él lo niegue, sigue atado a la vida.


NOTA:  La imagen que acompaña esta entrada ha sido tomada prestada. El viernes pasado mi querido cochecito no quiso arrancar por lo que esta semana me quedé sin ver mi sierra, sin mis paseos por el campo y sin mis macrolepiotas, parasoles o cucurriles, según la zona. Gracias Paqui, aunque nunca las leerás, por ese plato de cucurriles sanabreses que me pusiste el lunes para sacarme la espinita. En fin que en cuanto disponga de nuevo de mi vehículo automovil me acercaré por las tierras de Fuentebuena, pedanía bejarana, a fotografiar el ancestral potro de herrar allí enclavado y, por supuesto, resubiré la entrada.

NOTA 2: Ahora sí, este es el potro de Fuentebuena

Primera declaración de Sanabria

Bueno, sí, me estoy haciendo y qué. 

Sé que no soy más que un tránsito hacia la  muerte. 

Y en ese fugaz devenir me inflamo, me interrogo, 

me entrego sin condiciones, a quien pueda interesarle,

me emancipo, tantas veces, e incluso

me corro.


Sanabria, decimosexto de noviembre de dos mil diez.

martes, 16 de noviembre de 2010

Música (o lo que sea)

Aquí os dejo mis últimas composiciones minimalistas, en las que he trabajado en las últimas semanas. Como otras veces, os pido por favor, me digáis qué os parece, para mal o para bien.

Amor fati




Fado sanabrés




El piano




Presagio de Otoño




Sonata

domingo, 14 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 6º)


El horador no quiere ser juzgado ni mortificado. Ni por sus acciones ni sus opiniones. Absténganse de enviar  quejas los amantes del almizcle. El horador es un ser viviente, a veces incluso pensante, y como tal, posee una personalidad cambiante. Podríamos decir que no es un ser unidimensional. Podríamos haber dicho también que no tiene sólo una cara, pero el horador lo descartó, para evitar malas interpretaciones, pues nunca se consideró una cara bonita. En fin, su personalidad es poliédrica, muchiédrica, millonédrica… Quién se atrevería a juzgarle después de habernos abierto las puertas de su casa, de su vida, de sus sueños, los que sueña despierto y los que sueña cuando está dormido, esos que se oculta  a sí mismo. Incluso estos nos los ha servido en bandeja.
No deberíamos, pues, caer en el error de valorar “a mí me gusta más el horador del primer capítulo”, “ah pues a mí donde esté el del segundo.” El horador, como todo el mundo, tiene estados de ánimo. Ahora se siente algo más optimista, a pesar de que realmente no tenga ni un solo motivo para ello, ahora triste y desconsolado.
 Aunque en este momento lo nieguen, seguro que más de uno ya había caído en la tentación de preferir a un horador sobre otro. Y sin embargo, quién de ellos pondría la mano en el fuego, quién se atrevería a asegurar que es la misma persona que salió de su casa esta mañana camino del trabajo o la escuela. Probablemente ya no sea tan siquiera la misma persona que leyó el primer párrafo. El devenir marca a fuego nuestras vidas, todos llevamos impresa la seña del tiempo en nuestros cuerpos. Por mucho botox con que algunos rechacen su lento crepitar, un brillo en sus ojos delata que por ellos pasó el tiempo. Por los ojos y por los algunos.
El horador no quiere ser juzgado por las marcas que el tiempo y la soledad grabaron en su espíritu. Se muestra tal cual es, sin visillos, exhibicionismo literario, literatura, al fin y al cabo.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 5º)


El horador horada la penumbra  que, poco a poco, fue copando los rincones de la sala. Sólo una pequeña lamparita ilumina su noche. La horada con sus ojos de murciélago santón. Las luces de sodio, incansables, prolongan su baile recalcitrante, el vaho empaña los cristales y las lágrimas tenues los ojos denostados.
Al final el piano se cansó del horador. Tanto lo había extrañado y tan poco había tardado en cansarse de él. Definitivamente ese piano se parecía demasiado a una mujer. Ya no se mirarían más con los mismos ojos, el horador con sus ojos de murciélago santón y denostados, y el piano, el piano…, vaya usted a saber cómo miran los pianos. El caso es que el descubrimiento de su femineidad le contrariaba. Ya no se sentía en su casa, una especie de vergüenza púdica le hacía recatar el gesto, observándolo de reojo, como aquel que recela de una visita.
Se sentía mareado, no le había dado el aire en todo el día, estaba embotado, aturdido, solo y triste. Se sentó, colocando su batín, sobre una silla con asiento de mimbre. Echó de menos una buena lumbre con la que entretener su mirada. Recordaba las largas veladas de invierno en casa de sus abuelos, el olor a leña seca, el agrio olor del humo que desechaba el camino marcado y retrocedía, curioso, para ver que había al otro lado del hogar. Esos olores no se pueden olvidar, no como esa gente que siendo preguntados sobre olores relevantes o revelados contestaban con almizcle, ni más ni menos, a saber a qué carajo huele el almizcle. El horador no entiende qué clase de persona huele a almizcle, pedantes y horteras, seguramente.
Algún día incluiría en su discurso un extenso vituperio contra el almizcle. Primero tenía que evitar al atolladero, el punto fatídico donde día tras día, hora tras hora, se le atragantaba la perhoración.  La repasaba embelesado, punto por punto. Su mirada seguía el hipnótico danzar del péndulo del reloj. Afuera le correspondían las danzas de hojas secas y lámparas de sodio.

sábado, 6 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 4º)


El horador descansa de su discurso y su vacío, sentado al piano, el mismo que le extrañó durante meses, sin atreverse a decir nada, así son de discretos algunos instrumentos, y especialmente este piano.
Un fraseo de Nyman surca las teclas, y puede que no sea la melodía más apropiada para el horador en este día. Esa música, lo tiene decidido hace tiempo, ha de ser la que suene el día de su muerte, funeral del poeta solitario. Y el hilo del pensamiento le lleva irremediablemente a preguntarse quién acudirá, incluso en el remoto supuesto de que llegaran a enterarse de su óbito, a despedirse de él, de entre todos aquellos a los que conoció o creyó conocer. ¿Acudiría María Cobarde, allá donde se encuentre? ¿Le recordará en algún momento, aunque sea fugazmente? El horador trata de evitar su imagen, ya lo hemos visto, no entiende por qué se deshizo de ella. Tal vez por amor, si es que tal cosa existe bajo el manto del egoísmo, sí, claro que existe, y tal vez por amor la apartó de su lado. Cuánto dolor la habría causado de permanecer a su lado. El sermón de su discurso habría matado su espíritu. Ella no se atrevía a alejarse, a pesar de que el horador  sabía que lo deseaba. María Cobarde, enamorada, prometió no dejarle solo, y el horador, por amor, se juró que ella merecía ser feliz, aunque fuera lejos, muy lejos de él. Qué irónico resultaba, el amor tirando de la misma cuerda en dos bandos opuestos, luchando contra sí mismo. La derrota, claro, estaba asegurada. Las peores guerras, se decía el horador, son las que libramos contra nosotros mismos, no hay nadie que conozca mejor dónde nos duele. En la guerra contra uno mismo, nunca hay supervivientes. Y tiene uno que morir tantas veces…
El piano era golpeado ahora con rabia, con un brío que le hacía estremecerse. Este instrumento también gustaba de ser acariciado con dulzura, pero ahora necesitaba la pasión, la violencia con que el horador lo maltrataba en este crepúsculo ceniciento.
-Supongo que hay un momento para cada cosa.-se decía el piano.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Amanece

Vámonos de aquí.
Tú te estás quedando sin amigos y a mí practicamente no me queda ninguno. Vámonos lejos, a tomar por culo de lejos. Busquemos un suelo en el que enraizar. Con tu poquito cebolla, tu poquito lechuga, tu poquito patata, tu poquito tomate...

martes, 2 de noviembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 3º)


El frágil optimismo de la mañana fue dando paso a una sorda tristeza vespertina. Las primeras gotas resbalaban en la pantalla que separaba su casa del mundo. Llevaba horas mirando tras los cristales. El  horador había sido testigo de toda la evolución nebular, y ahora, empañado por el vaho que salía de su boca para estrellarse en la ventana, comprendía cuán solo se sentía los días de lluvia. Hacía un rato que había cejado en su empeño de buscar compañía. No había rastro de la araña por ningún sitio.
-Tenías que haberla capturado esta mañana.-protestaba.
-¿Así pretendes que sea tu amiga? ¿Por obligación?-el argumento era irrefutable.
Finalmente volvió a la ventana y siguió mirando al hueco que había dejado en su mundo la soledad. Las primeras luces de sodio titilaban vacilantes sobre el río, revoloteando a merced de la corriente, ceñidas a la orilla unas veces, dilatándose grotescamente otras, a capricho del viento.
Su alocución sonaba en este momento a dislate, como si bajo el efecto de alguna droga, toda su vida hubiera redactado, arrejuntando palabras, cada una por sí sola carente de significado, un discurso inmaculado, y ahora a la luz de la resaca, comprendiera que resultaba hiperbólico y extravagante, ridículo.
-Sólo estás cansado.-condescendía.
-Pero si no he hecho otra cosa que mirar a la ventana en todo el día.- argüía con razón.
Como si el sondear lo insondable, el esfuerzo suprahumano que supone anclar los recuerdos en lo más profundo de ese río, sobre el que las luces de sodio se complacen en sus juegos, no atribulara al más ecuánime de los corazones. Como si el pobre horador no tuviera derecho a sentir cansancio de espíritu ante una vida vacía, en la que hasta los sueños, como vimos la otra noche, se conjuran para afligirlo, desenterrando los féretros donde yacen, su juventud, su felicidad, su ilusión. Dejémosle un momento llorar por lo perdido, quizás eso le haga sentir mejor, y haga las paces con su ello, tantas veces reprimido que se siente herido en su orgullo,  infravalorado entre tanto discurso racionalista.
Las lágrimas del horador tienen su reflejo en la lluvia, al otro lado de la pantalla.
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