Hacía demasiado calor esa noche. Edmund paseaba tranquilamente por su parque favorito mientras silbaba una melodía que desde hacía tiempo le rondaba la cabeza, y que podría haber sido, como solía, el segundo movimiento de la sin igual novena sinfonía de Beethoven. Sin embargo, esta vez se trataba de una melodía inventada, resultado de las largas noches escuchando música negra.
A lo lejos se divisaba el teatro, cuya entrada estaba abarrotada de gente que
esperaba comprar su entrada para presenciar el estreno de la última obra de
Henrick Craft.
Él aborrecía esos espectáculos de masas, ese ir muriendo poco a poco la
propia personalidad, convirtiéndonos en una mezcla homogénea de gente
otrora distinta, y que ya no era sino un líquido viscoso, cual bilis mortecina. Su
destino era otro, un café cerca del puerto, ambientado en los años de la belle
époque y donde servían un espléndido espresso. Allí se reunía con alguno de
sus amigos todas las noches de los jueves para comentar las últimas noticias y
exponer sus últimas ideas sobre música, poesía o simplemente novelas que
nunca se llevarían a cabo.
Dejó atrás el callejón trasero del teatro y deambuló largo rato por calles
débilmente iluminadas, lo que sumado a la cenicienta luz de la luna creciente,
daba a esa noche un aspecto irreal, casi onírico. Al fin salió de la penumbra al
doblar la última esquina, tras la cual se encontraba su destino, El Gato Negro.
Entró junto con el tintineo de las campanillas que guardaban la puerta del
tranquilo café y se sentó en una de las viejas mesas de madera rodeada por
sillas acolchadas, de esas que hacen que las posaderas agradezcan soportar
todo el peso del cuerpo. Le pidió a la camarera, no muy agraciada en las artes
de la belleza femenina, una cerveza negra que degustaría mientras su amigo
Luke tardaba en llegar. Ahora, por fin, se sentía en casa, a salvo de ese
enjambre de gente atormentada y enfermiza que acechaba en las avenidas,
todos y cada uno dispuestos a ofrecer una insulsa amistad, basada en el
compañerismo absurdo, las drogas compartidas o los deportes emitidos por
esos ruidosos televisores de las tabernas para gente humilde.
Realmente no sabía por qué continuaba yendo a ese lugar. Quizás porque era
un sitio tranquilo y tan aislado, que podrían matar a alguien sacándole las
tripas con una cucharilla de postre y nadie se enteraría.
Comenzó a distraerse mirando las fotografías y bocetos de artistas que
colgaban de las paredes y recordó un tiempo en que había ansiado colgar sus
propios bocetos en alguna pared, o publicar alguno de sus poemas en las
escasas revistas literarias que quedaban en este mundo mecanizado y
deshumanizado, donde las máquinas ejercían tal poder sobre la débil mente
humana que apenas había diferencia entre hablar con una persona o hablar
con un contestador automático. Era como si el mundo entero se hubiera
convertido en telefonista o dependiente de un Mc Donald. Pensó todo esto y
sintió algo parecido a la tristeza, a la cual se había acostumbrado de tal manera
que ya no la distinguía, como la tolerancia que se desarrolla a la morfina y que
cada vez necesita de una dosis mayor para sentir los efectos.
Ahora que estaba física y mentalmente situado se centró en el tema que
abarcaría esa noche con Luke. La semana anterior, este había anunciado su
intención de llevar escrita una nueva melodía, con el propósito de sondear la
opinión de sus lúgubres amigos. Esa noche sólo estarían Edmund y él, ya que
al resto del grupo no le agradaba el plan. No era porque no les gustase su
música, sino más bien porque cuando Luke tocaba la vieja harmónica de su
bisabuelo hasta las ratas de la calle lloraban de dolor. Sin embargo nadie, ni
tan siquiera una sola de las personas que acudían al Gato Negro se
preocupaba ya de aquellas melodías, formaban parte del decorado, como los
bocetos, las fotografías de tiempos mejores o las sillas acolchadas.
Observando a su alrededor descubrió a dos mujeres que habían permanecido
ocultas en una oscura esquina del salón y que se mantenían calladas, mirando
absortas sus tazas de café. Una de ellas vestía una camiseta escotada, que
dejaba casi al descubierto sus grandes senos, y una minifalda vaquera la otra.
No era la primera vez que las veía por allí, aunque no formaban parte de la
clientela habitual. Era agradable, incluso a pesar de sus facciones marcadas por
la infelicidad, detenerse a mirar a aquellas mujeres, en lugar del insondable
vacío que lo rodeaba todo normalmente. Sí que se está retrasando Luke esta
noche -pensó mientras daba un largo trago a su cerveza. Esa era una de las
cosas que le sacaban de quicio. Algunos días había esperado tanto tiempo que
cuando llegaron sus compadres, él ya estaba más borracho que un marinero en
paro y tierra firme. Pero como todo últimamente, eso no le importaba. Sin
razón aparente, el reflejo que de sí mismo devolvía la columna acristalada le
mostraba amargado, marchito. Un inexplicable sentido de la vacuidad, un
nihilismo absurdo, era lo que veía en cada espejo.
Sonaron las campanillas de la puerta, alzó la vista y, sorprendido, vio entrar a
Adelaida. Cómo era posible. Todos habían asegurado que esa noche no
acudirían a la cita. La excusa de la recién llegada era ni más ni menos que la de
velar a un tío suyo que había muerto en Rumanía, donde vivía parte de su
familia.
-¿Tú?
-Ya ves, a estas horas debe de estar bajo tierra.
-Te acompaño en el sentimiento, aunque ni conocía a tu tío ni te veo muy
apenada.- El tono era más inquisitivo que informativo.
-La verdad es que le odiaba, y el muy cabrón no ha dejado herencia a nadie.
Adelaida se sentó junto a Edmund, miró su cerveza y pidió una para ella y otra
para su amigo, a pesar de estar casi llena la que tenía entre sus huesudos
dedos.
-¿Y Luke?
-Se está retrasando…
-Oh, y el bueno de Edmund se siente irritado, poco valorado y ofendido por
tamaña falta de respeto.
-Mi imaginación en este instante no llega a inventar excusas rápidas, así pues,
sí.
Un largo silencio los acompañó. Durante esos minutos Edmund miró a los
ojos de Adelaida y ésta le respondió con la mirada. Al instante los dos se
echaron a reír. Era la primera carcajada sincera desde hacía mucho tiempo.
Una rápida ráfaga de recuerdos lo atravesó. De pronto, quedó como ausente.
Le sucedía siempre en estas ocasiones, se quedaba mirando a una mujer, leía
en sus ojos las mismas sensaciones que recorrían su espina dorsal y, tras esa
carcajada que tanta tensión aliviaba, no sabía qué hacer ni como comportarse.
Como siempre ocurre en estos casos, era ella quien tomaba la iniciativa, como
si el cerebro femenino fuera más eficaz para estos casos. Comenzó
simplemente interesándose por sus padres y tras esto, estuvieron hablando
varias horas. Durante ese tiempo no le dieron importancia al hecho de que la
camarera se ausentase durante largos ratos en los que permanecía en el
almacén. Tampoco al hecho extraño que las dos mujeres del oscuro rincón no
hubieran tocado sus tazas de café.
Definitivamente parecía que esa noche era distinta, algo en el aire lo delataba,
el ambiente estaba cargado como en las horas que preceden a una tormenta.
Es curioso como estos días extraños influyen en nuestra vida. Una lavadora
que durante días, a veces incluso años, permanece parada sin que nada digno
de ser contado rompa esa horrible rutina, y de pronto arranca, saltándose
todos los pasos hacia un centrifugado que precipita los acontecimientos. Hasta
el momento había considerado su vida como un larguísimo libro que se
escribía hastiadamente, palabra por palabra. Ahora, en cambio, todo sucedía
tan deprisa que se sentía mareado. No estaba acostumbrado a relacionarse con
el sexo opuesto, no de la forma espontánea y despreocupada en que lo hacía
con Adelaida. De pronto un fugaz pensamiento se deslizó por su mente. Luke.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no había llegado aún? Tenía un mal presentimiento,
pero pronto todo eso quedó olvidado, al menos de momento.
Adelaida se acercó más a él, se abrazaron y la besó. Recordó su olor, nada
había cambiado al cabo de tantos años. Un abanico de recuerdos invadió su
mente, y se sintió tentado de dejarse caer de nuevo en los brazos de aquella
mujer que tanto daño le había causado, y que en parte había propiciado la
muerte de sus musas, el vacío de sus manos que siempre habían encontrado
algo que escribir o pintar. Un último paso le separaba del abismo, apenas unos
centímetros.
-Nunca dejé de pensar en ti, durante años.
Todo se precipitaba. ¿Merecía la pena? Las hormonas tomaron el control, toda
resistencia era absurda. No sabía si ella le quería, a pesar de lo que acababa de
decir, lo que sí sabía es que él tampoco la había olvidado. ¿Sería ella la válvula
de escape a esa espiral de desidia en la que estaba sumido? Sólo había una
forma de averiguarlo. Comenzó a disfrutar del momento, físicamente al
menos, después dejaría que ella decidiese a donde les llevaba aquello.
Alargaron el tiempo dedicado a las caricias y más tarde decidieron abandonar
el café.
Era noche avanzada, la luna había desaparecido largo tiempo ha y nadie
quedaba ya por aquellas calles oscuras. En una ciudad de mediano tamaño, la
fiesta definitivamente no estaba en aquella zona deprimida del extrarradio. Los
pasos de la pareja, en un principio indecisos, les llevaron inconscientemente al
piso de ella.
Suerte que vivía en un bajo, porque sentía la necesidad de arrojarse sobre ella
y acabar con los trámites que supuestamente esa noche les llevaría a la cama.
Entraron en la vivienda y lo primero que le sorprendió fue encontrar allí el
óleo que había pintado para ella, aquel pequeño rincón del mundo donde se
dieran su primer beso. Antes había estado colgado en su habitación, pero
ahora estaba en la entrada, de modo que se viese nada más cruzar el umbral.
La sensación de que no había pasado el tiempo le sorprendió y se le ocurrió
que, tal vez, ella lo había planeado todo desde el primer momento, que quería
que se sintiera como antes. Algo tramaba, y esa idea le atraía, le gustaba, le
llenaba.
-¿Quieres tomar algo? ¿Una copa, un café?
-Eh, no. Venimos del Gato Negro.
-Cojo la indirecta.
Adelaida se acercó y comenzó a desnudar a Edmund.
Follaron. Fue más intenso aún que cuando estuvieron juntos. De nuevo
Edmund sentía el lienzo de su vida lleno, no necesitaba compadecerse más
porque aquello, aunque por el momento sólo fuera algo físico, impulsivo, le
hacía olvidarse de todo.
Despertó envuelto entre sus brazos, con la débil luz de la mañana cabalgando
sobre su espalda desnuda. Ella, aún dormida, mantenía una respiración apenas
perceptible. Inhaló el perfume de su pelo, que buenos recuerdos le traía a la
memoria. Echó un rápido vistazo a la habitación y notó algo diferente. Era
como si las paredes hubieran empequeñecido. El feo y gastado papel que
apenas alcanzaba ya a cubrirlas brillaba de una manera extraña, dando la
impresión de que la cama quedaba atrapada entre ellas, a modo de menguante
cámara de tortura.
Al cabo de un momento descubrió que ella estaba despierta, extrañada de
verle con esa cara de pánfilo. Su cara se ensombreció, y Adelaida ya no era
Adelaida, había dejado de ser, la cara de su pequeña hermana la sustituyó de
pronto. El grito de horror despertó a Adelaida, que pronta acudió a consolarlo
tiernamente.
-Sólo fue un sueño, mi amor.
-Por muchas veces que se repita, nunca acabaré de acostumbrarme a ese
sueño.
-¿Aquel en que te metían en una botella de whisky?
-No te rías, sabes a cual me refiero.
-Lo siento, pensé que ya lo habrías superado. Fue hace tanto tiempo…
Además no tuviste la culpa. ¿Por qué sigues atormentándote?
-Claro que tuve la culpa y lo grave es que no lo conté en su momento. Sólo
espero que el destino me de algún día la oportunidad de expiar mi culpa.
A Adelaida la repateaba esa actitud de Edmund. Se levantó, se vistió con su
bata y se fue al baño.
Edmund se sentó al borde de la cama y llevó lentamente las manos a su cara,
frotando despacio los ojos. El corazón aún le latía con fuerza, al igual que su
atormentada cabeza, inmersa en multitud de pensamientos que fluían
apresurados, en contraste con la gran lentitud de sus gestos. Adelaida, su
hermana Eva, Luke, ¿dónde coño se había metido ese lobo herido? Maldita
culpa, estúpido sufrimiento. Durante un breve período de su vida se había
considerado budista, había anhelado alcanzar la dichosa ecuanimidad, el
nirvana o como coño quisieran llamarlo. Pronto comprendió que aquel no era
su camino. De entrada, rechazar el sufrimiento como fuente inagotable de
sabiduría le parecía abominable, y por otro lado, aceptaba que sin sufrimiento
tampoco había manera de disfrutar ningún tipo de placer, eran términos
correlativos e indefinibles uno sin el otro, pero a diferencia de los binomios
frío-calor, bien-mal, la ausencia de sufrimiento no se tornaba en placer, sino
más bien en un tedio insoportable, en una necesidad de que ocurriera algo en
su vida que, para bien o para mal, acabara con el hastío existencial. Le parecía,
al fin y al cabo, que adquirir una postura budista era enfermizo y malsano.
Necesitaba el placer como aliciente, e incluso a veces lo consideraba como fin
único de su vida. No sabía si era epicúreo, hedonista, cínico, seguidor de
Heráclito el Oscuro o de la antifilosofía nietzschiana, o que simplemente había
recibido al nacer el duro cometido de portar la linterna de Diógenes, lo cual le
llevaba de nuevo al principio (en un eterno devenir), a posturas que
aconsejaban librarse del deseo. Cuánta mierda junta, cuánto sinsentido, cuánta
gente que había malgastado su vida para que él pudiera formar una amalgama
de teorías que describieran su desconcierto.
-Ade, ¿no deberíamos ir a casa de Luke? Es el único que nunca falta a las
reuniones.
Desde el baño llegaba el sonido del agua como única respuesta a su pregunta.
Esto llevó a Edmund a una conclusión, sabía algo sobre Luke que no quería
contarle. Esperó a que acabase de ducharse sentado en la cama, mirando al
vacío, con su caótica mente cavilando.
A su vuelta, iba dejando una estela de agua tras de sí, completamente desnuda
y con los cabellos empapados deslizándose sobre los hombros. Perecía una
sirena, comprendía cuanto la deseaba y sabía lo indefenso que se encontraba
ante esa mirada que lo desarmaba. Ella también lo sabía, era consciente de que
manejaba la situación como una auténtica estratega.
-Vístete y nos vamos.
- ¿A dónde?
- No hagas preguntas. Tengo que enseñarte algo.
Sumiso como un animal asustado se puso la ropa que tenía desperdigada por
todo el cuarto y la siguió hasta la calle. Las tripas empezaban a delatar su
hambre, y que lo que Adelaida tenía que mostrarle fuese una cafetería cara
para desayunar le parecía una muy buena idea, pero, por supuesto, era algo
más importante que eso.
Al cabo de unos minutos comprendió que los pasos de Adelaida se dirigían
casi sin ninguna duda a la buhardilla de Luke. ¿Qué demonios significaba todo
esto? Ella sabía algo que no quería contarle y estaba empezando a ponerse aún
más nervioso. Pudieron ver la vespa verde de Luke aparcada a la entrada de la
gran puerta de madera vieja que daba acceso al edificio. Luke debía de estar en
casa. Adelaida abrió la puerta acompañada de un chirriante sonido y un olor a
humedad. ¿Qué hacía ella con la llave del portal de la casa de Luke? Subieron
las oscuras escaleras y el olor a coliflor o repollo de la cocina de algún vecino
les fue envolviendo. Súbitamente sintió miedo, le parecía estarse adentrando
en la madriguera de algún animal peligroso. Justo en el cuarto piso, el anterior
a la buhardilla, Adelaida paró y comenzó a abrir la puerta de una de las dos
viviendas, justo la que estaba junto a las escaleras por las que acababan de
subir. Edmund estaba aun más perplejo y el miedo le subió como la fiebre o
una fuerte marea. La araña le estaba capturando poco a poco y sin decir ni
mu. ¿No sería exagerado e injustificado ese miedo?, la conocía de toda la vida.
Aún así todo resultaba demasiado extraño.
Entraron. Edmund iba dejando el olor del miedo tras él, cualquier animal se
hubiera vuelto loco con aquella nube de adrenalina que expelía. Adelaida
caminó hacia el cuarto interior por un pasillo estrechísimo y excesivamente
oscuro para Edmund en ese momento.
Un antiguo sueño cruzó rápidamente el quicio de su inconsciencia. Este
consistía en un laberíntico caserón oculto tras la pantalla de un antiguo cine, al
que se accedía mediante un túnel cilíndrico. Una vez en él, las paredes se
estrechaban y los pisos se inclinaban caprichosamente hacía un lado u otro
dependiendo de qué pasillo tomaran sus pies. No existían ángulos rectos, todo
era irregular, los marcos de las puertas describían ángulos extremadamente
agudos a un extremo, y extremadamente obtusos correspondían al otro. Cada
uno de sus amigos cruzaba una de las puertas y encontraba tras ellas todo
aquello que en esos momentos deseara. Sin embargo, él deambulaba de una a
otra habitación, y el caserón, que tan magnánimo se había mostrado con sus
compañeros, caprichoso, había decidido burlarse de él ofreciéndole duchas de
agua fría y toda clase de tratamientos vejatorios. El agravio comparativo
envolvía la última parte del sueño, y el epílogo consistía en un Edmund
completamente desesperado que acababa por derrumbarse, sentado en el
suelo, en un rincón cualquiera y llorando como un bebé.
Que aquel sueño volviera a su mente no era una señal de que sus nervios se
hubieran templado desde que entrara en el escondite de Adelaida, y para nada
podía considerarse un buen presagio. Sólo unos pasos le separaban de la
sorpresa, si es que se la podía llamar así, que su amiga le había preparado.
- Luke ¿qué haces tú aquí?
Este blandía en su mano un pistolón del siglo XIX que acercaba
insistentemente a su sien. No parecía haberle oído. Edmund repitió la
pregunta y el mismo silencio fue la única respuesta.
- ¿Qué le pasa?
- Lleva así tres días. No come, no duerme, esos ojos vidriosos no se
separan ni un segundo del arma. He intentado hablarle pero ya has
visto, está completamente catatónico.
- Es un romántico, hasta las últimas consecuencias, diría que incluso un
poco cursi.
- Romántico in extremis.
- Pero, ¿qué hace aquí? ¿Qué significa todo esto?
- Es cierto, te debo una explicación.
- No me debes nada. Me has llevado de un lado para otro como a un
perrito faldero y no he protestado en ningún momento. He aprendido a
conformarme con lo que los demás quieran darme, sin exigir nada.
Resultado de la adaptación al medio…
- No seas quisquilloso, te doy la explicación porque quiero y punto.
- Sí, sí, perdóname. Tienes razón.
- Hace unos ocho meses el casero de Luke decidió unilateralmente que
mantener el contrato en estos tiempos era tirar el dinero y que la
buhardilla debía cambiar de manos. Así pues, cambió la cerradura y le
entregó a Luke dos cajas con sus escasas pertenencias. Aquella noche
acudió al café y casualmente sólo aparecí yo. Me contó lo sucedido y,
apoyada en mis vastos recursos familiares, decidí comprar esta casa y
correr personalmente con los gastos de manutención de Luke. Se
podría decir que apadriné a Luke.
- Puedes ahorrarte el resto.
- Te equivocas, sólo he amado a una persona más que a él. Al mes de
establecerse, yo ya pasaba más tiempo aquí que en mi piso, y esta, al fin
y al cabo, era mi casa. Él seguía tan desolado como siempre y yo me iba
frustrando por ser incapaz de hacerle feliz. Poco a poco, Luke empezó
a preguntarme por ti y a tenerte celos por haber sido el primero en
amarme. Hace una semana la situación se volvió insostenible. Me
marché durante dos días a la otra casa y cuando volví le encontré así.
- Ahora sí aceptaría el café que me ofreciste anoche, acompañado de
unos bollos si fuera posible.
- Volvamos al salón, en seguida te lo sirvo.
Luke se recostó sobre el sofá mientras veía a Adelaida alejarse hacia la cocina.
Lo que sentía en ese momento era lo más contradictorio a lo que se había
enfrentado en su vida. Qué se supone que debía hacer él ahora. Cómo atar los
cabos sueltos, cómo recomponer los pedazos. Todo se había precipitado de
tal manera que no era capaz de decidir cuál debía ser el siguiente paso. La
quería, estaba claro, pero se veía a sí mismo embrollado en una tela de araña, y
los restos, el cascarón vacío que quedaba de Luke, se balanceaban a su lado.
Todo estaba listo para que él mismo fuera devorado, no tenía demasiado
tiempo, sea como fuera, no alcanzaba a anudar los flecos del tejido
deshilachado en que se había convertido su vida.
El estruendo hizo que los cristales de toda la casa retumbaran. Edmund se
levantó rápidamente y encontró la cabeza agujereada de su amigo sobre la
mesa, envuelta en sangre y con unos ojillos grises que le daban aspecto de
haber cruzado el Aqueronte con la ilusión y la felicidad que tal vez sólo
alcanzara cuando era un chiquillo.
Fue en busca de Adelaida a la que conminó para que no entrara en la sala,
enviándola a buscar a algún vecino o un teléfono público en caso de que
ninguno estuviera dispuesto a ayudar. Volvió a la habitación de Luke. Los
perros de todo el barrio ladraban desaforados.
Sólo podía preguntarse quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color
de Cortázar, que corre por las rues de todo el orbe. Cuántas copas de vino,
cuántas rayuelas reposando sobre el mármol de Montparnasse. Pobre Luke, la
tristeza lo había devorado finalmente, destruyendo sus centros nerviosos,
reduciendo sus funciones vitales a lo indispensable. Lo indispensable para que,
finalmente, la pólvora se inflamara, acabando con su vida. Todo estaba
programado, nada funcionaba en su cabeza salvo lo necesario y suficiente para
transmitir a los músculos de las falanges el impulso eléctrico nervioso que
apretara el gatillo. No era casualidad, la vida había conservado en él lo justo
para destruirse a sí misma.
Comprendió que lo que observaba en las granas salpicaduras sobre la pared
era su propio final, el de todos cuantos le rodeaban. Todos serían devorados,
tarde o temprano, por el fuego sordo, por la tristeza a la que se habían
acostumbrado. Luke había sido el primero en caer a causa de su intolerancia a
la nostalgia, y tal vez podían considerarle un afortunado. Los demás seguirían
deambulando unos cuantos años más, espantapájaros, fantoches en ese teatro
del absurdo, como esos autómatas de principios del siglo XX, divirtiendo a
niños y mayores, cuando no objetivo de las críticas de las personas de bien,
acomodados en sus vidas, en esos retablos plastificados que tanto odiaba, pero
que en momentos como este le hacían pensar si no sería más llevadero dejarse
arrastrar por la corriente del río, de nuevo Heráclito, en lugar de perseguir el
imposible, que por propia definición debía de ser inalcanzable.
Y algún día, no tan remoto como pudiera parecer, la pena negra sobrepasaría
los límites permitidos para ser metabolizada por sus cuerpos, aún tan lozanos
que parecía inadmisible que ya llevaran inscrita la putrefacción en cada una de
sus células. En contra de lo que pudiera parecer, aquel descubrimiento lo
tranquilizaba, la paz y la plenitud más absoluta flotaban en el ambiente de
aquella macabra escena. La nada, el nirvana, había venido a buscar a su amigo,
y él, privilegiado testigo, podía respirarla durante unos breves instantes, antes
de que la policía, el llanto de Adelaida que volvía de pedir ayuda y el ruido de
las ambulancias le devolvieran de nuevo a la tragedia de estar vivo.