Mis padres se conocieron en la fábrica
y muy pronto conocieron también
la siempre implacable tiranía del trabajo:
ambos obreros del textil y mi madre
despedida —la mujer siempre—
en cuanto sus jefes tuvieron
la mínima sospecha del noviazgo.
La aplicaron un disciplinario,
que acabó en improcedente
—la denuncia de rigor mediante—,
con el idéntico resultado
que sufriría en mis carnes
cuarenta años más tarde.
Mi infancia se desarrolló
entre expedientes de regulación
y tuve que aprender desde muy pronto
la acepción marxista de plusvalor,
aunque el término en sí lo conocí mucho más tarde.
Aprendí con ellos la precariedad
que después me encontraría,
pero también el orgullo
de saberse mileurista cuando aún
—qué tiempos aquellos—
se consideraba una vergüenza.
Los regalos navideños se elegían
en el local de un sindicato,
pues los Reyes Magos, al parecer,
exponían allí todo el muestrario.
Asistí, inocente, a manifestaciones,
huelgas generales, pero también,
huelgas particulares, de gremio,
en las que los mismos comerciantes
que años más tarde pedían apoyo
al resurgimiento nunca alcanzado
de la decaída economía local,
volvían a subir la trapa tras el paso
de la turba y seguían con su vida
y su comercio insolidario.
Tuvimos también que comprender
que era bastante fácil
acabar recibiendo una pensión
mínima después de trabajar 40 años
en una misma empresa, fiel,
dócil como un golden retriever,
planchando los trajes de alto standing
que adquirían famosísimos jugadores
de la liga nacional de baloncesto.
Y mi madre chief accountant,
maestra de todos los guarismos,
financial advisor para llegar a fin de mes
CEO a tiempo completo
de la economía de andar por casa,
mientras mi padre permanecía 8 horas
al día en ortostática posición,
como una estatua erguida.
Y este último símil me lleva
a preguntarme por qué
—por lo que sea— nunca
artista alguno esculpió varices
en las torneadas piernas de las efigies estantes
ni en las ciclópeas pantorrillas de los marmóreos colosos.
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