Sucedió una noche,
después de aguantar mil fiestas y monsergas
y decenas de compañeros antihigiénicos,
por una vez fui yo
al que se le fue
totalmente de las manos.
No sé cómo ni por qué,
meses de trabajo, alcohol y gaupasa
–y vuelta a empezar–
acabaron esa noche.
El caso es que me acompañaba una decena
–¿o serían dos?–
de desconocidos. Yo subía a casa
por una guitarra con la que acompañar
la de otro desconocido y, de pronto,
todos estaban en el salón
o asaltando los dormitorios ocupados
de mis aterrados y hasta ese momento
durmientes compañeros.
Fue muy embarazoso volver a casa
al día siguiente. Allí estaban todos,
listos para la charla de rigor.
Comenzaba, y no sin razón,
la correspondiente, la inevitable,
la protocolaria
Intervención.