jueves, 17 de noviembre de 2011

El orador horadado (Capítulo 1º)

Hoy, porque me da la gana, me apetece recordar aquel primer capítulo. Ahí os lo dejo:


El orador no tiene consuelo, ni público que beba de sus pestañas.
-Lo sabía, sabía que esto iba a sucederte.-se reprendía a veces.
-No importa, no hay prisa. Mañana será otro día.-solía ser su réplica.
-Tengo tanto que ofrecer.- se decía esta misma tarde, mientras repasaba mentalmente su discurso, sentado en el retrete.  La conjunción en espacio y tiempo de lo que estaba haciendo y su última aseveración le hizo esbozar una sonrisa.
Un discurso repetido sin cesar, tantas veces predicado en el desierto. El televisor, de igual manera, repetía lo mismo de siempre, desastre no sé donde, la cena, recalentada pero fría y la cabeza aturullada en el mismo punto de la perorata, como todos los días. Siempre el mismo punto, por más que lo ensayara, cada hora.
Un terrible horror vacui llenaba, a cada bocado, hasta el último rincón de la casa, lo envolvía todo, cada espacio hueco del lienzo minimalista que era su cubil. Un onanismo de tristezas y una tos postorgásmica  era lo que quedaba de la felicidad pasada. Una dicotomía, un cruce de caminos sin crucero en el que encomendarse al altísimo. Una tierra baldía, yerma de esperanza, a un lado, un cementerio, una cloaca, al otro. El horador nunca pronunció discurso alguno, comiendo a deshoras sus propias palabras, sílaba por sílaba. Ningún oído, ni refinado ni chabacano, escuchó jamás su prédica.
Su cama, encomendada a los súcubos que, por suerte o por desgracia, ninguna noche acudieron a perturbar su sueño, yacía plácida aunque fría. El horador sueña su mensaje, y tal vez, en el entresueño pasee por su memoria María Cobarde, de altanera a cabizbaja. Puede incluso que paseen juntos, tomados de la mano. Quizás los garabatos, los llantos y las risas infantiles de los hijos que no tuvieron, arrastren por sus ojos alguna lágrima onírica. Mañana despertará azorado, más triste, si cabe, de lo habitual. Pero no recordará el porqué. El superyó se encargó de enterrar bajo toneladas de arena aquel disfraz de padre feliz. No así su sensación, desvinculada, sí, pero remanente, indeleble a la luz de la mañana que camina ya, impertérrita, por el blanco de sus sábanas.
De nuevo el  nuevo día, otro más y no hay más, vuelta a empezar.


28/10/2010 a las 9:14

6 comentarios:

  1. "El horador nunca pronunció discurso alguno, comiendo a deshoras sus propias palabras"
    Genial!

    Amo al orador horadado.

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  2. Ya tengo otros 3 capítulitos preparados. Espero que te gusten.

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  3. El orador no oraba ni le oían, pero si le leían. Esperando los otros 3

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  4. Vuelta a empezar...cada mañana. Siempre es así, por mucho que nos empeñemos en lo contrario.

    saludos.

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  5. Está bueno.
    El orador horadado..." ningún oído, ni refinado ni chabacano, escuchó jamás su prédica."
    El superyó siempre cumpliendo su rol de enterrador ... aunque la sensación de tristeza, recurrente indeleble perdure empecinadamente.
    Y con la aparición del nuevo día ...¡ Vuelta a empezar!
    Perfilas con tanta hondura al personaje que uno se mete en su interior.Hasta en su cubil!
    Lo relacioné con Raskolnikof, el atormentado personaje de Dostoiewski.

    Genial!

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  6. He encontrado de casualidad tu blog. Me está gustando lo que voy leyendo.
    Te sigo.
    Un saludo :)

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