La mañana avanza, como tantas,
en la ciudad textil que vio mi infancia.
Un estrépito ensordecedor y cotidiano
prosigue contumaz su rutina diaria:
esa lanzadera que, impasible, va y viene
tejiendo los hilos de la historia.
Todo lo inicia el leviatán
limpiando con mimo la lana,
a pesar de su inicuo apelativo
de bíblica serpiente marina.
La carda la prepara para el hilado
junto a los gills y las mecheras
y es la selfactina —que en mi casa
se denominaba errónea y familiarmente
con el parónimo sulfatina—
la que por fin hace la magia
de convertir lo basto en hilo fino,
que, una vez tejido, el batán enfieltra
para, con posterioridad, darle el apresto.
La máquina de perchar arranca fibras
para obtener los suaves paños de pelo,
que poco más tarde serán tundidos,
vaporizados, prensados, decatidos...
En un momento dado,
la cadena detiene su trajín,
es la sangre quien tiñe la lana,
y un grito queda silenciado
en medio del estruendo.
Mi abuelo se ha dejado una falange
dentro de un monstruo de hierro y dientes.
Esta noche no doblará el turno,
mi madre no habrá de llevarle la cena...
¡Vamos! ¡Venga! Aquí no ha pasado nada.
La máquina que teje los hilos del destino
retoma imperturbable su cadencia.
Un estrépito ensordecedor y cotidiano
prosigue contumaz su rutina diaria.
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