miércoles, 19 de febrero de 2025

Argot

 La mañana avanza, como tantas,

en la ciudad textil que vio mi infancia.

Un estrépito ensordecedor y cotidiano

prosigue contumaz su rutina diaria: 

esa lanzadera que, impasible, va y viene

tejiendo los hilos de la historia.

 

Todo lo inicia el leviatán 

limpiando con mimo la lana,

a pesar de su inicuo apelativo 

de bíblica serpiente marina.

 

La carda la prepara para el hilado

junto a los gills y las mecheras

y es la selfactina que en mi casa

se denominaba errónea y familiarmente 

con el parónimo sulfatina

la que por fin hace la magia

de convertir lo basto en hilo fino,

que, una vez tejido, el batán enfieltra

para, con posterioridad, darle el apresto.

 

La máquina de perchar arranca fibras

para obtener los suaves paños de pelo,

que poco más tarde serán tundidos,

vaporizados, prensados, decatidos...

 

En un momento dado, 

la cadena detiene su trajín,

es la sangre quien tiñe la lana,

y un grito queda silenciado 

en medio del estruendo. 


Mi abuelo se ha dejado una falange

dentro de un monstruo de hierro y dientes.

Esta noche no doblará el turno,

mi madre no habrá de llevarle la cena...

¡Vamos! ¡Venga! Aquí no ha pasado nada.

La máquina que teje los hilos del destino

retoma imperturbable su cadencia.

 

Un estrépito ensordecedor y cotidiano

prosigue contumaz su rutina diaria.

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