domingo, 12 de diciembre de 2010

El orador horadado (Capítulo 12º)


El cielo límpido, cristalino, arrasado por el frío ya casi invernal, es el mejor, indudablemente, cuando tratamos asuntos astronómicos. Amén de que los motivos celestes son mucho más atractivos que los del estío. Eso al menos es lo que opina el horador, que ya sea por esta razón o porque como vemos últimamente, se siente más nostálgico de lo habitual, ha decidido desempolvar su viejo telescopio refractor, esto es, construido con lentes y no con espejos, para subir sin ser visto a la azotea y enfrentarse al firmamento.

El recuerdo de su padre, fanático del cielo, y de su niñez, admirando aquellos tesoros brillantes, solamente accesibles a los observadores, permanece indisoluble en su memoria.
Las noches sin luna, como ésta, son las más propicias para contemplar el espectáculo del cosmos. Al contrario de lo que piensan algunos, el satélite selenita es casi siempre un estorbo, pues la luz, muchas veces, es la que nos impide ver, y no la oscuridad. 

El cúmulo de las Pléyades, primera víctima que encañona el horador, se muestra displicente, con una luz mortecina que aúna cada uno de los puntitos brillantes que lo forma. No pueden dejar de pasar por el objetivo de este francotirador intergaláctico la galaxia de Andrómeda, cercana a la constelación de Casiopea, la nebulosa de Orión, nunca jamás se verá en ningún rincón del universo una luz como esta, Saturno con su perceptible anillo de casado, lástima que el tiempo le haga devorar al hijo fruto de este matrimonio, Júpiter con sus múltiples y visibles satélites, y volviendo a la región circunpolar, el motivo celeste favorito del horador. Nos referimos, por supuesto, a esa estrella que no es una estrella, escondida en la yunta que tira del Carro, la pareja Alcor-Mizar, estrella binaria, para el horador culmen de la lógica celeste. Este sistema binario siempre hizo creer al horador que el equilibrio lo guarda la pareja, ninguna asociación es más perfecta que la formada por dos elementos que se compensan. No deja de sorprendernos este horador, ahora resulta que es un romántico. Y lo peor es que lo piensa desde la primera vez que su padre le mostró la estrella binaria de la mayor de las dos constelaciones úrsidas, cuando aún no era más que un niño. La vida en pareja-se dice el horador- es mucho mejor que este vacío. A cuántas unidades astronómicas se encuentra de mí, astro solitario, la siguiente estrella.

El horador sabe que asomarse al cielo nocturno es viajar en una máquina del tiempo hacia el pasado, miles, millones de años. Observamos los astros tal y como eran en el momento que esos fotones partieron de ellos, recorriendo millones de kilómetros durante miles de años para incrustarse hoy en nuestra retina. A saber cuántos de ellos siguen existiendo en este momento. Aunque nos llegue la luz que enviaron hace un millón de años, muchos seguramente ya no estén donde los vemos. El horador se siente pequeño, infinitesimal, cada vez que reflexiona sobre esto. Y no puede por menos que acordarse de la muerte, de lo insignificantes que somos, y de lo corta que es la vida, para andar malgastándola con desencuentros, mentiras, o con la peor de todas las renuncias, la cobardía, la que le dejó en este estado de postración existencial.

El horador horada el firmamento, y es la primera vez en meses que siente algo parecido a la alegría.

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