Hace años,
en otro poema,
escribí:
Se subestima,
con frecuencia,
el poder
del individuo
simple,
llano,
cabreado.
Pues bien,
imagina ahora
qué puede pasar
si nos juntamos.
Un blog para todos y para nadie (expulsado del exilio de los Paraísos Amnióticos)
Hace años,
en otro poema,
escribí:
Se subestima,
con frecuencia,
el poder
del individuo
simple,
llano,
cabreado.
Pues bien,
imagina ahora
qué puede pasar
si nos juntamos.
Es ley que los que prometen mucho dan poco, pero los que prometen poco, por lo general, no dan nada.
Nací sobre una constelación de tejados humildes,
un mar ferruginoso y penachudo
del verde de los líquenes y las uvas de gato,
un mar bermejo sobre el que caía la lluvia
indiferente a la miseria de los obreros en huelga.
Crecí sobre una plétora de tejados solemnemente traspasados
por las largas chimeneas de ladrillo
que desprendían humos que olían a tintes
–y a urdimbres y a telares acariciados por el huso–,
tintes verdinegros que antes de sublimarse contaminaron ríos
de líricos nombres.
Pertenezco a los mismos tejados que los huidos, los topos y los maquis.
Bajo tus tejas carcomidas se yergue la ciudad exangüe que agoniza.
Sobre tus tejas el gato Gengis contempló por última vez la luna.
Bajo tus tejas agrietadas, humedad de goteras y esteleos.
Sobre tus tejas pasé de niño a hombre, soñé un futuro y vi cometas.
Bajo tus tejas mi madre y mi padre engendraron un día esta vida.
Sucedió una noche,
después de aguantar mil fiestas y monsergas
y decenas de compañeros antihigiénicos,
por una vez fui yo
al que se le fue
totalmente de las manos.
No sé cómo ni por qué,
meses de trabajo, alcohol y gaupasa
–y vuelta a empezar–
acabaron esa noche.
El caso es que me acompañaba una decena
–¿o serían dos?–
de desconocidos. Yo subía a casa
por una guitarra con la que acompañar
la de otro desconocido y, de pronto,
todos estaban en el salón
o asaltando los dormitorios ocupados
de mis aterrados y hasta ese momento
durmientes compañeros.
Fue muy embarazoso volver a casa
al día siguiente. Allí estaban todos,
listos para la charla de rigor.
Comenzaba, y no sin razón,
la correspondiente, la inevitable,
la protocolaria
Intervención.
A Itziar Mínguez
¿A qué mirlo debiera, ¡pardiez!
introducir en mi poema?
¿A aquél primaveral que presagia,
con gorgojos suaves y melódicos,
que la fresca mañana no espera,
o quizás a aquel otro, más audaz,
que escarba en mis macetas
y desentierra, curioso, las semillas
ante mi atónita mirada agraviada?
En fin, el caso es que,
burla burlando, debatiendo
entre poesía elegíaca o anecdótica,
he metido de una vez por todas
a un mirlo en un poema.
la felicidad bien pudiera parecerse
a ese último trago que dejamos
en el vaso — con el hielo que se licua—
porque algo más interesante, de pronto,
capturó nuestro interés.
No he escrito ni una palabra en un año.
Cuesta creer que pronto será octubre
y volverán mis ojos a ver los campos yertos
como mis versos o mis labios.
Cuesta creer que pronto cargaré cuatro décadas
sobre mi espalda cada vez más encorvada.
No he escrito ni una palabra en un año
y todo parece más viejo y más gastado,
también los sueños y el amor.
No he escrito ni una palabra en un año
y ya han enmudecido, de nuevo,
hasta los grillos en los campos
dejándonos las noches
preñadas de silencio.
No he escrito ni una palabra en un año
y puede que lo mejor para todos
sea precisamente mi mutismo.
La mujer coge flores del arcén,
su pareja, mientras, llama a la grúa,
conduzco, ya no es mío tu recuerdo.