Como la última estrofa
del poema primero
de El rayo que no cesa,
el tiempo pasa rápido,
como un cuchillo
volando —hiriendo—
sobre nuestra vida.
Poco queda de la infancia
en un mundo que se gasta
en combustión desaforada.
Las calles convertidas
en museos abandonados,
fósil tributo a la memoria
y a la ciudad que eras
y ya no eres.
No puedes reconocerte
en los adoquines
ni en el asfalto que los soporta
ni en una anterior capa
de adoquines que, como estratos,
sostiene el peso de la historia.
Han desaparecido ya tus fábricas,
tus largas chimeneas
y los olores de mi infancia.
Todo es ruina y, con suerte,
monserga postmoderna.
Uno te camina con la sensación
de saberse extranjero,
apátrida
de su propia casa.
Solo quedan las piedras,
los montes imperturbables,
aunque desnudos
de ilusiones níveas,
para recordar que al levantar la vista
todo —como dijo Ajmátova—,
lo visible y lo invisible,
me sobrevivirá.
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