jueves, 9 de enero de 2025

Mi ciudad, cuarenta años después

Como la última estrofa

del poema primero

de El rayo que no cesa,

el tiempo pasa rápido,

como un cuchillo

volando hiriendo

sobre nuestra vida.


Poco queda de la infancia

en un mundo que se gasta

en combustión desaforada.

 

Las calles convertidas

en museos abandonados,

fósil tributo a la memoria

y a la ciudad que eras

y ya no eres.


No puedes reconocerte

en los adoquines

ni en el asfalto que los soporta

ni en una anterior capa

de adoquines que, como estratos,

sostiene el peso de la historia.


Han desaparecido ya tus fábricas,

tus largas chimeneas

y los olores de mi infancia.

Todo es ruina y, con suerte,

monserga postmoderna.


Uno te camina con la sensación

de saberse extranjero, 

apátrida

de su propia casa.

Solo quedan las piedras,

los montes imperturbables,

aunque desnudos

de ilusiones níveas,

para recordar que al levantar la vista

todo como dijo Ajmátova—,

lo visible y lo invisible,

me sobrevivirá.

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