El último tren de pasajeros
partió el día de Nochevieja,
dos meses y diez días, exactamente,
después de que yo naciera.
Según una página de internet,
el último mercancías
lo haría un año más tarde,
pero eso es imposible,
pues recuerdo vívidamente
su aparición —tras de la curva
o del túnel que atravesaba justo
por los cimientos de mi casa—,
precedida siempre
por ese lamento metálico, ese
estremecimiento, ese temblor
que permanece indisoluble
en el desván de mi memoria
y que excitaba mi imaginación
mientras hacía circular mi tren eléctrico
por raíles de plástico
que montaba en la terraza.
Pregunto a mi madre si es posible
que haya construido mis recuerdos,
que lo haya soñado y, más tarde,
incorporado a mis vivencias.
Mis padres corroboran mi pasado,
refrendando los recuerdos de mi infancia.
Busco después en Wikipedia
y, tanto esta como El Español
—por una vez, quién lo diría—,
me dan la razón, están de mi lado,
dándome diez años de margen.
El último tren de pasajeros
partió el día de Nochevieja,
legándonos un futuro
de arenas movedizas.
Vine a nacer en el epílogo
de un mundo para la historia.
Es mi ciudad apenas un recuerdo,
un viejo que se calza la boina,
una nota a pie de página,
en este sagrario a la derrota,
en este culto a la anhedonia.
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